Y un día todo cambia. Resulta que ya no son ellos quienes nos dan la mano para caminar, quienes nos cuentan un cuento o nos cuidan cuando estamos enfermos. Resulta que esos brazos fuertes que nos acunaban, hoy tiemblan. Que esas miradas que nos daban seguridad, hoy se encuentran perdidas. Que esas respuestas convincentes, hoy se transforman en preguntas que se repiten una y otra vez. Resulta que un día –y sin perder el título de hijos– pasamos a ser “padres” de quienes nos dieron la vida y nos vemos en la tarea de decirles que hay cosas que ya no pueden hacer, que deben tomar la medicación, que no pueden comer a cualquier hora o que no deben levantar peso. Y el mundo se nos viene encima. La preocupación y la angustia cobran protagonismo cuando entendemos que ya no son los mismos de antes, que el paso del tiempo o alguna enfermedad se apoderó de ellos y los ha tornado frágiles e indefensos. Pero… ¿por qué nos cuesta tanto afrontar esta etapa y asumir su cuidado? Según el psicólogo Mauricio Strugo, este trastocamiento de roles nos atraviesa diametralmente y provoca una gran crisis en nosotros. Primero, porque es inevitable sentirnos afectados frente al deterioro de nuestros seres queridos, “al ver cómo de a poquito se van apagando”. Segundo, porque empezamos a entender que nosotros también estamos acercándonos a la vejez, y eso nos genera angustia. “Muchas veces, su sordera, su pérdida de memoria o su marcha lenta nos generan impaciencia, enojo o bronca; sin darnos cuenta de que detrás de ‘esa incomprensión’ se esconde el dolor por no aceptar el paso del tiempo”, explica el especialista en vínculos. Y, aunque resulte difícil, lo primero que debemos hacer es aceptar la situación; entender que las cosas cambiaron y que ya no volverán a ser como antes. “Mi mamá era una persona activa, independiente, siempre dispuesta a ayudar. Ahora, con sus 87 años, ya no puede estar sola. Ver cómo se convirtió en otra persona es muy doloroso. Me angustia, me enoja y me da lástima a la vez”, cuenta Griselda, entre lágrimas.
Devolverles el cariño
“Ellos cuidaron de nosotros cuando éramos niños, ahora nos toca a nosotros cuidar de ellos”. Esta frase –que habla más de una obligación que de un deseo– nos remite directamente al sentimiento de culpa que muchos sentimos a la hora de abordar la situación. “La decisión más difícil que tuve que tomar fue la de su internación en un geriátrico. Me sentí una mala hija y pensaba que, si ella me pudo cuidar a mí, por qué yo no a ella”, reflexiona Mónica (su mamá tiene 88 años y padece demencia senil). Si bien es inevitable enfrentarnos a este tipo de sentimientos, lo importante es reflexionar sobre qué queremos hacer y qué no. “Ser un buen hijo no significa inmolarse, sino estar ahí brindando calidad más que cantidad, siendo honestos con lo que podemos dar”, advierte Strugo.
Lograr el equilibrio
¿Es una etapa difícil de transitar? Sí, y mucho. Ahora bien, la psicóloga Vanina Cassano aclara que hay tres maneras de enfrentar esta situación. Podemos ser hijos sobreprotectores e hipotecar nuestras vidas para dedicarnos solo a ellos. Podemos tomar una distancia afectiva excesiva, y hacer que prevalezca el enojo como motor de la relación o –lo más recomendable– podemos intentar un sano equilibrio y acompañar amorosamente este último tramo de sus vidas. Cuando sentimos que nuestra vida se ha detenido, que no disponemos de tiempo libre o que el fastidio y el enojo comienzan a aparecer, es posible que nos estemos acercando a nuestro límite de entrega. “Perdés la libertad, la tranquilidad, postergás tus proyectos. Es tanta la demanda, que todo resulta insuficiente”, explica Griselda.
Es la doctora Mariela González Salvia, en su Manual para familiares y cuidadores de personas con enfermedad de Alzheimer y otras demencias, quien nos alerta sobre el “síndrome de agotamiento del cuidador”, e identifica a la depresión, la angustia, el insomnio, el dolor de cabeza y el dolor de pecho como algunos de sus síntomas más frecuentes. Según la médica especialista en Geriatría del Hospital Italiano, es muy importante pedir ayuda, ya que cuidarse a sí mismos también es parte de cuidar al otro. Y es acá cuando surge la necesidad de plantearnos una nueva organización, con división de tareas y estrategias de apoyo para lograr el equilibrio y que nuestra vida no se vea desbordada.
En el caso de Viviana, hija única y con un adolescente en casa, su vida cambió abruptamente cuando su mamá de 78 años sufrió un ACV. “Todo se volvió un caos. Por un lado, tenía que ocuparme de ella, que ya no podía valerse por sí misma. Por otro, criar a mi hijo, al cual no le podía prohibir sus salidas o que vengan sus amigos a casa. Gracias a la terapia, entendí que no podía sola y que necesitaba ayuda. Me di cuenta de que antes la preocupación por si había comido, tomado la medicación o si se había bañado no me permitía compartir otros momentos como charlar, tomar mate o reírnos juntas. La locura de cumplir con todo me estaba haciendo perder calidad de tiempo con ella”.
Sin dudas, la vejez de nuestros padres nos entristece. La idea de finitud y de despedirnos de ellos resulta angustiante, y esos sentimientos muchas veces se disfrazan en forma de enojo o de bronca. Tal y como recomienda Cassano, asumir nuestras emociones es una gran herramienta para afrontar esta etapa con mayor fortaleza. Ser más tolerantes, aceptar –a pesar del dolor– y conectarnos con el otro desde el disfrute y el humor nos ayudará a transformar esta situación en una etapa más de la vida, digna de ser recordada, a pesar de las dificultades.