Expresarse no siempre es fácil, y menos cuando uno ya conoce cómo puede reaccionar el otro. Entonces, ¿qué hacemos? A veces, elegimos callar para no lastimar o para evitar un conflicto; más aún cuando los días son largos y están repletos de obligaciones. Lo último que uno quiere es que la noche termine en un enfrentamiento de pareja. O se pregunta “¿me voy a pelear con mis padres la única vez a la semana que los veo?”. Lo mismo sucede con los hijos, los compañeros de trabajo, un jefe, e incluso con amigos. Un sinfín de relaciones se ven afectadas por este tipo de comportamiento y sufren sus consecuencias.
Desandar el camino
El miedo a la confrontación de ideas, a sentirse apabullado por la fluidez verbal de otros y el temor a ponerse en ridículo y ser valorado negativamente son, según la psicóloga Patricia Córdoba, algunas de las emociones que pueden llevar a reprimirse. “Por mi consulta han pasado muchas personas que, por primera vez, ponían nombre a lo que les dolía, porque cargaban con meses, o incluso años, sin atreverse a decir lo que pensaban o sentían”, sostiene la especialista, para quien hay creencias propias (como “no puedo hablar en público”) que se internalizan, lo cual refuerza el pánico social. De hecho, ya en 1951 el psicólogo Solomon Asch estudió cómo, ante una verdad evidente, los miembros de un grupo social cambiaban sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría.
Lo cierto es que presuponer que el otro sabe lo que necesito puede derivar en problemas, no solo a nivel relacional, sino también físico. Según un informe elaborado por la BBC en colaboración con psicólogos de la Universidad de Liverpool, dedicar mucho tiempo a rumiar nuestros problemas es un camino directo a la ansiedad y la depresión, y esto es lo que sucede cuando las cosas no dichas quedan guardadas en el interior de cada uno. Por más que lo intentemos, no desaparecen por arte de magia. Lo más probable es que se conviertan en estallidos ante una discusión que, quizás, no tenga relación alguna con el origen de la angustia, y se manifieste en forma de reclamos a oídos de quien lo escucha.
Poner en palabras
Para Enric Corbera, psicólogo y creador de la bioneuroemoción (método que entiende los problemas desde la relación entre cuerpo, mente y emociones), la salud es coherencia entre lo que pienso, lo que siento y lo que hago. En este sentido, explica que “la forma que tenemos de compartir lo que somos –lo que llevamos dentro– con nuestro entorno es el lenguaje. El tipo de relaciones que establecemos, el trato que conseguimos de los demás, el poder de cambiar las situaciones que experimentamos o la capacidad de darnos a conocer son algunos de los factores que están íntimamente ligados a un uso adecuado del acto comunicativo”. Entendiendo la comunicación como un hábito que puede ser entrenado, propone ciertas pautas para comunicarnos de una forma más eficaz y consciente.
Emplear un lenguaje positivo: mejor que decir “no me grites” es pedir “hablame en un tono más bajo”. Además, el inconsciente no distingue el “no”. “Si te digo ´no pienses en un elefante rosa´, probablemente estés pensando en él”, refiere el experto.
Responsabilizarse por las emociones y pensamientos: seguramente, aquello que nos afecta refleja una parte de nosotros. De modo que primero hay indagar en uno mismo y tener claro qué queremos conseguir y expresar nuestras necesidades usando argumentos que le permitan al otro comprendernos y sentir más cercanía.
Ser concretos y descriptivos: dejar poco librado a la imaginación; esto favorece la comprensión y colabora a crear una interacción efectiva. Por eso es que hay que evitar términos como “bien” o “mejor”, ya que lo que significan para uno no tiene por qué coincidir con lo que implican para el interlocutor en ese momento.
Prestar atención a los modos: al ser conscientes de cómo nos expresamos, sabremos cuál es el mensaje que realmente comunicamos. “Quizás nosotros mismos no nos demos cuenta si la gesticulación es muy escasa, dando la sensación de desinterés. El lenguaje no verbal tiene una influencia enorme en el mensaje. Por mucho que cuidemos nuestras palabras, tener en cuenta estos aspectos es la única manera de hacernos responsables y creadores”, sostiene el psicólogo.
Comunicar sin el deseo de cambiar a nadie: realizar el pedido sin juzgar al otro, expresando solamente nuestra necesidad. En lugar de decirle “sos un maltratador”, Corbera sugiere afirmar “me siento mal cuando me gritás”. Manifestar un estado, sin exigir cambios, puede tener más poder de influencia, ya que al no emitirse juicos de valor se desactivan las defensas del oyente.
Otras cuestiones que recomiendan los expertos son: preguntarle al interlocutor cómo se siente, asegurarse de que entienda el mensaje, empezar a hablar diciendo su nombre y usar el humor para descomprimir. Además, aquellos que se ven paralizados por su timidez pueden practicar mentalmente en un lugar tranquilo. También el diálogo puede ser buen un momento para replantearse cuánto se valora el intercambio y el hecho de mantener puntos de vista diferentes. En caso de percibir agresividad o falta de respeto, Córdoba sugiere “señalárselo y posponer la conversación hasta que se elimine la toxicidad dialéctica, pero no inhibas tu derecho a expresarte”.
La glosofobia
Es el miedo a hablar en público, un mal que muchos sufren y que puede ir desde un ligero nerviosismo hasta una experiencia paralizante o pánico.
Fue retratada de manera excepcional en la película El discurso del rey, donde se muestra cómo el monarca Jorge VI luchó con su padecimiento para comunicarse con el pueblo británico. Se puede superar con la ayuda de un especialista.
No siempre es bueno decir todo
• Es fundamental no confundir la sinceridad con el “sincericidio”.
• Una cosa es ser franco y otra diferente expresar todo lo que a uno se le cruza por la cabeza y que no es ni más ni menos que una opinión personal.
• La falta de barreras en el discurso, muchas veces, termina alejando a las personas que se consideran frontales.