Mirá las fotos del viaje en Instagram”, “La lista de materiales está en la página del cole”, “Me saludaron 200 personas por mi cumple en el Face”, estas expresiones cotidianas muestran que las redes sociales cambiaron las formas de comunicarse. Pero, en ese derrotero de información constante y conexiones permanentes, algunas personas empezaron a revisar cuánto querían compartir de su vida, añorar los encuentros cara a cara y preguntarse qué pasaría si destinaran a otras actividades el tiempo dedicado a navegar por Internet.
Un delicado equilibro
Ir en un transporte público mirando el celular es una imagen cotidiana. En ese contexto, hay quienes deciden un día levantar la vista y no la bajan más, al darse cuenta de todo lo que se pierden. Pero hay algo aún más peligroso que el simple hecho de mirar para abajo, y es el de exponerse permanentemente a la mirada del otro, lo cual puede influir tanto en la autoestima como en la necesidad de aprobación. La psicóloga Rosario Fernández explica que el uso de las redes depende de la edad: “No es lo mismo un nativo tecnológico que alguien que lo incorporó más tarde a su vida. El primero entiende más sus reglas y, quizás, tiene mayores cuidados pero, a la vez, no imagina la vida sin ellas. Hace pasar gran parte de su reconocimiento por allí. Alguien más grande comete errores como sobreexponer su vida o sobredimensionar lo que pasa. Lo bueno es que vivió sin eso y le resulta más fácil abandonarlo por temporadas”, sostiene, y refiere que “pasa mucho el compararse y tomarlo como un medidor de felicidad: si hoy no estuviste en las redes es porque no hiciste nada importante”.
En este sentido, el médico psicoanalista y miembro titular de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires, Ezequiel Achilli, entiende que el conflicto con el uso de las redes sociales muchas veces está cerca de los beneficios: “Es ese saber que el otro está en línea y decide hablar con otra persona o no haber recibido tantos ‘me gusta’ genera una frustración que lleva a invertir cada vez más tiempo. Las redes nos hieren de esta nueva filosofía del descarte, donde se puede eliminar y bloquear amigos”. A su vez, el especialista observa que se pierde la capacidad de sorpresa, ya que se mira sin ver aquello que nos es ofrecido, al tiempo que los estímulos permanentes generan descargas de adrenalina que llevan al cansancio. De todos modos, aclara que no cree que la gente muestre lo que es, sino lo que quiere, que es tan solo un recorte de su realidad. “La paradoja –resume– es que en un intento de contactarnos más, con esta realidad virtual estamos más solos”.
Los “antirredes”
Casi como una desintoxicación, muchas personas están empezando a tomarse un descanso de las redes sociales y deciden cerrar sus cuentas por horas, días o definitivamente. Achilli revela que en las consultas se ve el peligro de exponer lo íntimo y tratarse a sí mismo como un objeto de consumo. “Hoy –manifiesta– conocer a alguien implica tener que saber de marketing (chatear, poner una buena foto). Si no te podés vender, te quedás solo. Eso genera un deterioro en el sujeto que, en el mejor de los casos, lo lleva a salirse de cierta alienación”. Quizás por eso quien decide en este momento ser “antirredes” puede ser calificado como alguien interesante y original, ya que esta actitud implica no solo correrse de lo establecido y de lo que se espera, sino también volver a encontrarse con el deseo. Incluso con el hecho de no hacer nada. Y nada es ni siquiera estar recostado en la cama o en el sillón pasando el dedo por la pantalla. Lo cierto es que las redes no son malas en sí mismas, pero la pregunta es cómo recuperar la naturalidad y dejar de ser ese personaje que nos inventamos para los otros.
¿Y si lo intentamos?
“La gente tiene que evaluar qué la hace feliz realmente. Hay quienes, justamente, por ver en las redes que otro es feliz bailando termina haciendo baile y siendo infeliz con algo que no disfruta hacer. Es cuestión de recordar qué me hacía feliz antes o por fuera de las redes sociales y recurrir a eso”, indica Fernández. Sin embargo, ella señala que la clave es la moderación: “Se lo puede dejar, si es la intención, o dedicarle menos del 50 por ciento de tu vida y controlarlo. Que te estén mandando un mensaje o recibas una notificación no te obliga a entrar. Podés hacerlo una vez al día, a la semana. Recomiendo dominar uno el tiempo que le dedica y buscar canales alternativos de comunicación”. El objetivo es recordar cuando el tiempo libre estaba destinado a algún pasatiempo que disfrutábamos, volver a compartir con otros sin intromisiones y favorecer el descanso. Para Achilli, el ocio no depende del acto, sino de aquello que nos lleva a conectarnos con nosotros mismos. “La inmediatez –sostiene– nos enferma. Uno debería poder apagar el celular por dos días y que eso fuera normal, sin encontrarse con mensajes exigiendo una respuesta. Se trata de ver cómo acercase a esa herramienta que puede ser tan buena o tan mala. Hay que partir de la pregunta de por qué uno hace lo que hace y para qué le sirve”.